Efrén Giraldo
Hace poco, se vio en el Museo de Antioquia una exposición del videoartista José Alejandro Restrepo, una muestra que recogía sus preocupaciones sobre mito, tecnología e imagen, harto conocidas en el arte colombiano de los últimos años. Además de ese inconfundible guiño etnográfico que dirigen al espectador muchas actividades del arte reciente, llamaba la atención el modo como se conectaban problemas estrictamente contemporáneos con símbolos atávicos del discurrir humano sobre la tierra. Religión y espectáculo aparecían, así, en inusitado diálogo. Luego de transitar la muestra, la conclusión parecía fácil: los problemas de la mirada son los mismos de siempre, sin importar que pasemos del manto de la Verónica a una imagen de televisión donde viudas y madres muestran fotografías de desaparecidos y secuestrados. No obstante el trasfondo político y sociológico que subyace a tales obras, quisiera referirme a un asunto aparentemente minúsculo del montaje. Algo que me hizo entender más que la retórica a veces pretensiosa y aleccionadora de los artistas contemporáneos, quienes parecen creer que su deber es mostrarse moralmente mejores que nosotros.
Se trata de eso que llaman una “decisión de curador”, de un recurso de presentación de las obras en relación con el espacio y con otros objetos, no necesariamente artísticos, que, se espera, contribuyan a producir un mejor efecto sobre el espectador. Como se sabe, la curaduría artística es, con todo derecho, un discurso, y pocos hay que se atrevan a contradecir que la forma de presentar una obra adquiere una especial potencia declarativa o que, en los mejores casos, una decisión técnica o espacial ayuda a completar el discurso del artista con textos, transformaciones espaciales o una iluminación especial. Se recordará el episodio de uno de los Salones de Artistas Colombianos donde una obra artesanal, de esas que se cuelan en los certámenes artísticos de representación por la simple obligación de cumplir una cuota regional en lugar de estar allí por sus méritos estéticos, logró inusitado éxito cuando los curadores eligieron ponerla de cierta manera en el espacio expositivo. Lo que era una simple muestra de pericia del tallador de una danta amazónica terminó convertido en una declaración conceptual, ecologista o vaya a saberse qué más, cuando se decidió poner en un rincón (y de espaldas) la figurita de bulto, convertida así en un gesto delicadamente irónico. Por supuesto, ésta es, si se quiere, la faceta un tanto odiosa del asunto. Artistas que hacen cosas y que, de repente, por el gesto expositivo, adquieren una potencia desacralizadora o interrogadora más propia de activistas políticos o trabajadores sociales, esas únicas formas de la profesión de misionero que conservan algo de chic intelectual. Todos sabemos de artistas que se vuelven conceptuales sin que ellos participen de la decisión o de escritores que se erigen en conciencias de su época sin que ellos asistan al bautizo. El caso de fotógrafos que venden lágrimas, y que de repente se convierten en predicadores e ideólogos, también vale como ejemplo.
Mi humilde experiencia como espectador sorprendido en epifanía por una sabia decisión de montaje ocurrió el día en que, luego de ver la exposición de Restrepo (Teofanías, de mediados de 2008), evoqué, en la mitad de Carabobo, un detalle singular. Había ocurrido en una sala donde vi alguna proyección en la pared de no recuerdo qué obra de Restrepo. Creo que era aquélla, ya célebre, donde aparece una imagen de la Verónica sosteniendo un manto donde se ve, no el rostro de Cristo, sino el de un soldado o policía colombiano secuestrado. O, tal vez, era la de Santa Lucía, con sus ojos en dos minúsculas pantallas. Allí, las luces del proyector, antes de dar en la pared, pasaban por un santo de yeso, de los que son comunes en cualquier templo católico. Al interponerse, la figura creaba una especie de aparición, de ésas que tanto se complacen en mostrar los noticieros, y según las cuales tal perfil de la virgen se ve en una pared lamosa, aparece en los residuos del café o llora hasta en los azarosos diseños de secreciones y accidentes.
El detalle, aparentemente insignificante, es que el santo (un Jesús, un San José, un apóstol, lo mismo da) no llevaba manto y sólo se veía el escuálido armazón de palo, sin recubrimiento de yeso, como un insecto frente al muro. Lo que era esmerado efecto de decorado en cabeza, manos y pies, quedaba en esquema, en esbozo, en esqueleto de utilería. La privación del manto le confería un aire entre cómico y ritual, como si risa y ridículo hubieran entrado a hacer parte de esa nueva forma de la adoración que nos piden las imágenes. Había algo de travestismo en el aire torpe de los miembros privados de las andas. Una de las mejores caricaturas de Ricardo Rendón muestra una procesión de pueblo en la que los que cargan el santo no logran sostener el armatoste y éstos se zarandean peligrosamente.
Por supuesto, se advertía en el curador, en el montajista (o incluso en el artista, quién lo sabrá) el interés por convertir al santo en una verdadera aparición, cuya proyección fantasmagórica acentuaba la condición mágico-mítica desarrollada como tesis en la exposición del videoartista. Lo interesante, para efectos de comprensión del breve pensamiento que intenta dar esta nota, la imagen del santo escuálido y maltrecho en su vientre estéril, en sus piernas famélicas, se convirtió en una especie de motivación para indagar si, debajo de tales mantos, todos los santos eran de mentiras y si su imponencia no era más que un producto del vulgar artificio de los vuelos y las telas, dispuestas como arquitectura superficial sobre el endeble esqueleto de viguillas, coyunturas de corcho y clavos de plomo. La corroboración vino, no de una inconveniente asomada a las faldas de vírgenes y apóstoles, profetas o patronos de las iglesias que no frecuento, sino de una visita a algunas tiendas de antigüedades, donde el gusto camp en decoración de interiores ha hecho habitual la restauración de estos adefesios desfigurados, malas copias de la aún más dudosa tradición de escultura católica del Barroco español.
Sabemos, con Susan Sontag, que del kitsch al glamur hay una ruta más corta de lo que uno cree. Así que, luego de escudriñar entre amorcillos y Corazones de Jesús, litografías y carátulas de viejísimas revistas enmarcadas, vi a varios de estos barbudos personajes señoreando chécheres y felpas, tapicerías, trastos y restos de mampostería. Como decía el filósofo, el arte para nosotros no es lo que era para los hombres y mujeres del pasado, y ya no vamos a adorar las imágenes a los templos. Vamos a museos y galerías a contemplarlas como objetos bellos. Yo añado, en gesto de albañil humilde, otra grada: vamos a reírnos de ellas a los resumideros. O a las tiendas, donde la decadencia y el anacronismo derivan algo de lustre de su agonía interminable.
Dos detalles debo añadir al relato de mi excursión a las tiendas de antigüedades. Uno, el humor de los restauradores, que a veces ponen los brazos de los santos en posiciones obscenas o políticamente incorrectas. Lo otro, el ascendente surrealista que sobre nosotros tienen las imágenes religiosas impúdicamente expuestas, es decir, sin sus afeites y ornamentos de grandeza. Vendrá a la mente del lector, de seguro, alguna imagen hurtada a la inventiva de Giorgio de Chirico, a sus autómatas y maniquíes, portadores de erotismo, soledad y extrañeza. Igualmente, se pensará en el hecho de que fueron precisamente los surrealistas quienes abrieron el gusto moderno por las cosas cursis y viejas, por la tienda de antigüedades y desechos semicultos como metáfora de la imaginación y el inconsciente. De seguro, en su mezcla surrealista personal, cada uno tiene su paraguas, su máquina de coser y su mesa de disección. Yo diré que, en mi caso, el surrealismo que signó esa fase de mi búsqueda de santos empelotos estuvo presidido por una sucia vitrina de la calle Perú con la Avenida Oriental, las litografías contrahechas del ilustrador José Posada para las publicidades de Pielroja de los años treinta (“Recargue sus reservas de energía, fume un cigarro”), los ya mencionados santos sin braguetas y una progenie que, de seguro, daría lugar a sucesivas especulaciones. Niños Jesús sin dedos señalando a ninguna parte o con el rostro desconchado por las lágrimas y los pellizcos de infantes y solteronas, patenas deslustradas, estolas y sotanas con bordados inverosímiles. Por supuesto, las cimas del arte se tocan con lo más abyecto, recordará el lector de Vasari, quien en el siglo XVI contó cómo uno de los pintores más virtuosos de su época se entrenaba haciendo figuras mediante el difícil arte de escupir contra los muros.
Toda esta parafernalia de estatuas equívocas, ritos desacralizados e ironías de artistas y curadores tiene, para mala fortuna del espectador desprevenido, una faceta seria y casi que trágica. El santo desvestido revela la condición del catolicismo contemporáneo, su inopia, su desvergüenza exhibida al cabo de los años. Queda el gesto, pero ya no expresa nada. Hay aún la mirada solemne, la mano en alto, en trance de aleccionar y convocar al culto, pero debajo se halla apenas una forma risible, estéril. Se trata de una armazón de mala utilería que ha perdido los ropajes y las galas y queda como recuerdo y exposición de huesos falsos. Por supuesto, tal seriedad debe abrirse paso con dificultad, toda vez que la simple visión y el infame chiste quedarán para toda la eternidad.
Restrepo ha mostrado en sus obras cómo las imágenes de tortura que exhiben los medios de comunicación en nuestros países, con su indecible truculencia y vulgaridad, hunden sus raíces en la más genuina imaginería católica. El arte, una vez más, sirve para revelar, de un solo golpe, aquello que las antropologías y las sociologías se demoran en entender y que las teorías de la comunicación social y el periodismo nunca sabrán. El santo desvestido puede hacer otro tanto. Y no importa que sea petición de artista soberano, decisión de curador con aspiración intelectual, planteamiento de montajista gracioso o hallazgo de utilero que no supo dónde poner este testimonio risible del ocaso y la corrupción de lo sagrado. Limitémonos a la risa, pues pensar mucho en el asunto implicaría caer en la creencia de que, como dijo Alfonso Reyes, tenemos la desventaja de la superioridad intelectual, ese equívoco don negado a quienes meten mano bajo las faldas.
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