19 febrero, 2009

Destierro y Reparación en el Museo de Antioquia

Maria Restrepo


Entre los meses de septiembre y noviembre del pasado 2008, se realizó en el Museo de Antioquia la más reciente e importante exposición de arte etnográfico en la ciudad de Medellín, con la cual quedó claro una vez más que sí es posible invertir una enorme cantidad de dinero en no solucionar nada.
El eslogan de la muestra decía: “Desterrando la indiferencia, reparamos nuestra dignidad. No son desplazados, son personas. Espacios alternativos de reflexión”. Y así, por muy paradójico que parezca, equipararon de la manera más ligera la dignidad de un grupo de personas afectadas por una problemática real, con la nuestra, a nosotros que no podemos siquiera imaginar lo que significa vivir tal situación. Esto incluye tanto a público como a artistas y curadores de la muestra, quienes, por supuesto, tampoco han sufrido tal experiencia. Y más aún, añaden: “no son desplazados, son personas… ”, como si exclusivamente a partir de una frase debiera quedar sobreentendido que esta situación no los define, lo cual es cierto, dado que en realidad estas personas están en una situación de desplazamiento que es transitoria, pero esto no necesariamente se reflejó tan claramente en la muestra. Reiteradamente se encontraban dentro de la exposición referencias como “desplazados”, “víctimas”, “afectados”, con lo que el problema y sus actores quedaban restringidos a meros conceptos, reforzando de paso los esquemas y prejuicios que alrededor de la situación de desplazamiento forzado existen, en lugar de disolverlos.
Un ejemplo claro de esta particular tendencia es la obra Acción Urgente de Rafael Ortiz, la cual de paso se ubica en ese molesto estado indeterminado entre arte y documentalismo, casi siempre tan desafortunado, donde el artista, de manera por demás irresponsable, hace uso de un suceso real, como una manifestación pública, para registrarla de todas las formas posibles, aunque también puedan resultar un tanto absurdas, como hacer fotografías de palos quemados, videos de palos quemándose y el infaltable testimonio de las “víctimas”. Y a partir de estos registros realiza una obra que recurre a un “irrefutable” halo de realidad para conmover a su público, utilizando estas re-presentaciones o registros de una cosa real, como símbolos de algo que no queda muy claro qué es, pero que mágicamente se convierte en un proceso de sanación.
Muy a pesar de la intención del Museo por realizar por primera vez una reflexión amplia y seria, alrededor de una terrible circunstancia que afecta a una significativa parte de la población del país, esta muestra solamente nos ha dado una ocasión más para ver más de lo mismo, más obras de arte documentales “portadoras de la verdad” que estetizan la tragedia y objetualizan a las personas reduciéndolas a la denominación de víctimas, que recurren a las mismas estrategias excesivamente utilizadas, como trabajar con la “comunidad afectada”, tomarles fotografías e incluso regalarles cámaras para que sean ellos mismos quienes se las tomen . Pero, aunque se antoje ya un método desgastado, por el contrario resulta ser un infalible agente que dota de seriedad cualquier propuesta, o al menos esa es la idea generalizada. Así pues, Destierro y reparación también ha abierto un espacio más para preguntarse cómo beneficia toda esta tendencia etnográfica en el arte a esas personas que precisamente sirven de excusa y materia prima para la realización de las obras, o si no es que este asunto se ha convertido simplemente en una fórmula del éxito que todos desean seguir pero por el que en el fondo nadie se preocupa realmente.

Finalmente queda la duda si es posible realizar un cambio efectivo en la conciencia de las personas a través del arte, lo que honestamente encuentro, cuanto menos, pretencioso, porque casi por regla general para realizar estas obras es necesario que exista un “pobrecito desplazado”, que pueda ser puesto bajo una macrolupa como un outsider, un “otro” exótico, un bicho raro en el cual el espectador pueda hurgar a su gusto por el dolor y la intimidad de una realidad que le es ajena, en una realidad que pertenece a ese “expuesto” que, por fuera de la macrolupa, sigue siendo tan invisible como siempre.

Esta realidad es compartida, a la vez puntual y paradójicamente, por las figuras de desplazados hechas en esténcil y dispuestas por distintos lugares dentro y fuera del espacio expositivo, las cuales al parecer eran una obra, y esta obra era de Carlos Uribe. Cuál sería la intención de estás, no es tan evidente, pero sí es sorprendente la capacidad del público general para ignorarlas, tal vez por ser tan poco afortunadas visualmente. Lo que sí es cierto es que, de una manera un tanto jocosa, esta indiferencia del público hacia esta obra recuerda el fracaso de la muestra para generar una conciencia respecto a esta problemática, pues finalmente toda la visibilidad recayó tanto sobre la exposición misma que terminó opacando su objetivo primero, es decir volver la mirada pública sobre la situación de desplazamiento que viven estas personas.
Y, sin embargo, ésta no era la obra más notable de Uribe dentro de la exposición: en una de las salas había una instalación del artista que, inicialmente se antojaba bastante poética y contundente, una pila de papeles impresos con la fotografía de un lote de tierra estaba dispuesta en el espacio para ser desmontada por los asistentes hoja a hoja. Esta obra resultaba particularmente notable, pues era una de las pocas que desafiaba la linealidad de pensamiento generalizada en la muestra, desplazando la tierra en lugar de a las personas y haciendo referencia a ese pedazo de tierra que nos define a todos sin excepción, donde por fin la tierra volvía a ser de todos; pero sólo unos pasos más adelante los espectadores tenían el infortunio de encontrarse una impresión en el piso con la misma imagen de los papeles de la instalación de Carlos Uribe, en donde se leían las palabras Destapen! Destapen!, con lo cual se desvanecía toda la poesía de la obra, dejando en su lugar otro cliché, porque en lugar de una tierra, el espectador se estaba llevando un muerto, cuando en realidad no nos hace falta otro muerto. (Idea un poco débil) Eso sí, para tranquilidad de Carlos Uribe, nos quedó muy claro que conoce a fondo el arte latinoamericano, en particular a Beatriz González y a Félix González-Torres.

En general, la muestra provocaba toda clase de sensaciones encontradas, saturada de altibajos, principalmente debido a un planteamiento curatorial caracterizado por una absoluta falta de lógica en la presentación de las obras, donde parecía que la premisa fuera mezclarlo todo sin solución de continuidad. No era raro encontrar pinturas de Débora Arango, Ethel Gilmour, Rafael Saenz o Francisco Antonio Cano puestas entre las fotografías y obras de arte etnográfico, aparentemente con una intención de actualización, bastante desacertada en parte porque esto no es necesario, y también porque claramente el argumento transversal de la muestra es un discurso ajeno que les es impuesto, restringiendo su lectura. Esta desafortunada solución curatorial, al igual que la anteriormente mencionada obra de Carlos Uribe, demuestran que tal afán por el documentalismo, el realismo y la homologación de las visiones y conceptos alrededor un problema, solamente pueden lograr una ineficacia total de una exposición de arte; de igual forma como la muestra en conjunto evidencia que el hecho de repetir infinitamente la misma cosa finalmente termina por agotar su sentido.

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