19 febrero, 2009
Destierro y Reparación en el Museo de Antioquia
Entre los meses de septiembre y noviembre del pasado 2008, se realizó en el Museo de Antioquia la más reciente e importante exposición de arte etnográfico en la ciudad de Medellín, con la cual quedó claro una vez más que sí es posible invertir una enorme cantidad de dinero en no solucionar nada.
El eslogan de la muestra decía: “Desterrando la indiferencia, reparamos nuestra dignidad. No son desplazados, son personas. Espacios alternativos de reflexión”. Y así, por muy paradójico que parezca, equipararon de la manera más ligera la dignidad de un grupo de personas afectadas por una problemática real, con la nuestra, a nosotros que no podemos siquiera imaginar lo que significa vivir tal situación. Esto incluye tanto a público como a artistas y curadores de la muestra, quienes, por supuesto, tampoco han sufrido tal experiencia. Y más aún, añaden: “no son desplazados, son personas… ”, como si exclusivamente a partir de una frase debiera quedar sobreentendido que esta situación no los define, lo cual es cierto, dado que en realidad estas personas están en una situación de desplazamiento que es transitoria, pero esto no necesariamente se reflejó tan claramente en la muestra. Reiteradamente se encontraban dentro de la exposición referencias como “desplazados”, “víctimas”, “afectados”, con lo que el problema y sus actores quedaban restringidos a meros conceptos, reforzando de paso los esquemas y prejuicios que alrededor de la situación de desplazamiento forzado existen, en lugar de disolverlos.
Un ejemplo claro de esta particular tendencia es la obra Acción Urgente de Rafael Ortiz, la cual de paso se ubica en ese molesto estado indeterminado entre arte y documentalismo, casi siempre tan desafortunado, donde el artista, de manera por demás irresponsable, hace uso de un suceso real, como una manifestación pública, para registrarla de todas las formas posibles, aunque también puedan resultar un tanto absurdas, como hacer fotografías de palos quemados, videos de palos quemándose y el infaltable testimonio de las “víctimas”. Y a partir de estos registros realiza una obra que recurre a un “irrefutable” halo de realidad para conmover a su público, utilizando estas re-presentaciones o registros de una cosa real, como símbolos de algo que no queda muy claro qué es, pero que mágicamente se convierte en un proceso de sanación.
Muy a pesar de la intención del Museo por realizar por primera vez una reflexión amplia y seria, alrededor de una terrible circunstancia que afecta a una significativa parte de la población del país, esta muestra solamente nos ha dado una ocasión más para ver más de lo mismo, más obras de arte documentales “portadoras de la verdad” que estetizan la tragedia y objetualizan a las personas reduciéndolas a la denominación de víctimas, que recurren a las mismas estrategias excesivamente utilizadas, como trabajar con la “comunidad afectada”, tomarles fotografías e incluso regalarles cámaras para que sean ellos mismos quienes se las tomen . Pero, aunque se antoje ya un método desgastado, por el contrario resulta ser un infalible agente que dota de seriedad cualquier propuesta, o al menos esa es la idea generalizada. Así pues, Destierro y reparación también ha abierto un espacio más para preguntarse cómo beneficia toda esta tendencia etnográfica en el arte a esas personas que precisamente sirven de excusa y materia prima para la realización de las obras, o si no es que este asunto se ha convertido simplemente en una fórmula del éxito que todos desean seguir pero por el que en el fondo nadie se preocupa realmente.
Finalmente queda la duda si es posible realizar un cambio efectivo en la conciencia de las personas a través del arte, lo que honestamente encuentro, cuanto menos, pretencioso, porque casi por regla general para realizar estas obras es necesario que exista un “pobrecito desplazado”, que pueda ser puesto bajo una macrolupa como un outsider, un “otro” exótico, un bicho raro en el cual el espectador pueda hurgar a su gusto por el dolor y la intimidad de una realidad que le es ajena, en una realidad que pertenece a ese “expuesto” que, por fuera de la macrolupa, sigue siendo tan invisible como siempre.
Esta realidad es compartida, a la vez puntual y paradójicamente, por las figuras de desplazados hechas en esténcil y dispuestas por distintos lugares dentro y fuera del espacio expositivo, las cuales al parecer eran una obra, y esta obra era de Carlos Uribe. Cuál sería la intención de estás, no es tan evidente, pero sí es sorprendente la capacidad del público general para ignorarlas, tal vez por ser tan poco afortunadas visualmente. Lo que sí es cierto es que, de una manera un tanto jocosa, esta indiferencia del público hacia esta obra recuerda el fracaso de la muestra para generar una conciencia respecto a esta problemática, pues finalmente toda la visibilidad recayó tanto sobre la exposición misma que terminó opacando su objetivo primero, es decir volver la mirada pública sobre la situación de desplazamiento que viven estas personas.
Y, sin embargo, ésta no era la obra más notable de Uribe dentro de la exposición: en una de las salas había una instalación del artista que, inicialmente se antojaba bastante poética y contundente, una pila de papeles impresos con la fotografía de un lote de tierra estaba dispuesta en el espacio para ser desmontada por los asistentes hoja a hoja. Esta obra resultaba particularmente notable, pues era una de las pocas que desafiaba la linealidad de pensamiento generalizada en la muestra, desplazando la tierra en lugar de a las personas y haciendo referencia a ese pedazo de tierra que nos define a todos sin excepción, donde por fin la tierra volvía a ser de todos; pero sólo unos pasos más adelante los espectadores tenían el infortunio de encontrarse una impresión en el piso con la misma imagen de los papeles de la instalación de Carlos Uribe, en donde se leían las palabras Destapen! Destapen!, con lo cual se desvanecía toda la poesía de la obra, dejando en su lugar otro cliché, porque en lugar de una tierra, el espectador se estaba llevando un muerto, cuando en realidad no nos hace falta otro muerto. (Idea un poco débil) Eso sí, para tranquilidad de Carlos Uribe, nos quedó muy claro que conoce a fondo el arte latinoamericano, en particular a Beatriz González y a Félix González-Torres.
En general, la muestra provocaba toda clase de sensaciones encontradas, saturada de altibajos, principalmente debido a un planteamiento curatorial caracterizado por una absoluta falta de lógica en la presentación de las obras, donde parecía que la premisa fuera mezclarlo todo sin solución de continuidad. No era raro encontrar pinturas de Débora Arango, Ethel Gilmour, Rafael Saenz o Francisco Antonio Cano puestas entre las fotografías y obras de arte etnográfico, aparentemente con una intención de actualización, bastante desacertada en parte porque esto no es necesario, y también porque claramente el argumento transversal de la muestra es un discurso ajeno que les es impuesto, restringiendo su lectura. Esta desafortunada solución curatorial, al igual que la anteriormente mencionada obra de Carlos Uribe, demuestran que tal afán por el documentalismo, el realismo y la homologación de las visiones y conceptos alrededor un problema, solamente pueden lograr una ineficacia total de una exposición de arte; de igual forma como la muestra en conjunto evidencia que el hecho de repetir infinitamente la misma cosa finalmente termina por agotar su sentido.
Arte y Política. Acerca de "Destierro y Reparación"
Antes de comenzar a hablar de la exposición “Destierro y Reparación” es necesario entender cómo funciona el museo en el contexto social y político. El museo puede ser entendido como parte de los Aparatos Ideológicos del Estado, es decir, como parte de las instituciones que funcionan con base en las ideologías hegemónicas. En este espacio se presentan las visiones, pretensiones e ideologías de un grupo particular de personas que gobiernan la nación, que validan estas versiones como las oficiales por medio de su conservación en el tiempo y exhibición. La historia siempre ha sido escrita por los vencedores, por lo tanto manipulada y/o sesgada a conveniencia. Como dijo Greenberg: “la actitud de las masas ante los estilos artísticos, sean nuevos o viejos, sigue dependiendo de la educación que reciben de sus respectivos estados”. Así, como espectadores de estas muestras, sería sensato acercarnos a ellas con un pensamiento crítico bien definido; no sólo desde las artes sino desde todos los campos de las relaciones humanas, como lo social y político. Para hacernos una idea del evento, primero, voy a citar la presentación del evento mismo para luego comentarla.
“Con el proyecto Destierro y Reparación, el propósito del Museo de Antioquia, la Alcaldía de Medellín, la Corporación Región, Semana (…) es generar una reflexión que conmueva y sensibilice sobre la magnitud y las implicaciones de la tragedia humanitaria del destierro forzado (interno y externo) en Colombia. Los socios del proyecto, además, desean evidenciar el compromiso ético y legal que busca tratar a fondo sus causas, así como reparar tanto las pérdidas materiales como culturales que éste conlleva y reconocer de manera colectiva que este fenómeno tiene que ver con los principios políticos y valores morales que nos soportan y nos definen como nación, y que tanto en la afectación de las victimas como en su reparación, todos tenemos una responsabilidad. Finalmente, queremos identificar los posibles métodos y formas de reparación, que van más allá de actos administrativos por parte del Estado y de la aplicación de los derechos fundamentales que incluyen, además, la recuperación de la cultura de las comunidades afectadas.”
Queda cierta sensación de desconfianza debido al tinte demagógico que puede encontrarse en sus intenciones. Pretender hablar de reparación de los más de cuarenta años de violencia en el país puede parecer ingenuo, sobre todo si se piensa que desde el punto de vista artístico puede aportarse algo en esta quijotesca empresa. Esta exposición, desde mi punto de vista, no es más que una estrategia publicitaria de un discurso político que pretende mostrar al gobierno como sanador de la nación, a manera de un especialista que recalibra o remplaza las piezas de un sistema averiado. Porque, aparte del bombardeo mediático, el discurso de la “Reparación” recurrió a la “alta cultura” para venderse como proyecto cultural de reivindicación social. Sin embargo, en ella se pueden encontrar casos aislados de obras que utilizaban estrategias problematizadoras de las razones mismas de la exposición; obras a las cuales me referiré más adelante.
Recorriendo “Destierro y Reparación” pude observar gran número de obras tan disímiles entre sí, que intenté clasificarlas en 4 grupos, para ayudar en el desarrollo de la tesis principal de este corto escrito.
1. Obras históricas: este grupo se conforma por obras “tradicionales” de la historia del arte local. Con ellas se trata de realizar relaciones con obras más recientes para entablar una conversación que muestra, por medio de la comparación, la manera en que el arte se ha referido al desplazamiento forzado en diferentes épocas y contextos. Ejemplo de ello, “Horizontes” de Francisco A. Cano, imagen emblemática de la raza antioqueña, expuesta junto a la obra homónima de Carlos Uribe, una apropiación de la primera en la cual se extiende el paisaje para mostrarnos una avioneta fumigando, y a “Paisaje domestico” de María Elvira Escallón, en la que registra las consecuencias de la fumigación con glifosato de un terreno de 40 x40 cm en el Parque Nacional de Bogotá por un periodo de 30 días. Obras con las que se hace una reflexión acerca de la problemática actual de las fumigaciones y las complicaciones que producen en el paisaje y sus habitantes. Otro ejemplo puede ser “La Huida” de Rafael Sáenz, que muestra un grupo de personas en una noche oscura en pleno escape, presentándose como un documento histórico del desplazamiento, en relación con varias fotografías documentales que dan cuenta de la misma situación. Estas obras históricas sirven para que el público general haga las reflexiones históricas respecto al desplazamiento, además de crear un interés por parte de este tipo de espectador al arte más contemporáneo, al engancharlo con técnicas tradicionales a las cuales están más habituados pero relacionándolas con tipos de obras más actuales.
2. Obras documentales: En este grupo caben obras del reporterismo gráfico que evidencian de manera directa las causas y consecuencias de la guerra. Aquí las fotografías de Jesús Abad Colorado participan como ejes de la muestra, junto con otras series de fotógrafos extranjeros que exponen las mismas problemáticas en otros lugares del mundo, generando un paralelo entre lo nacional y lo internacional. El problema que ocurre con este tipo de obras sucedía cuando “el público especializado en artes” pretenden verlas solo desde el punto de vista estético; en un acto desatinado, tanto porque estos trabajos no parten de hechos propiamente bellos, como porque sus pretensiones nunca fueron estéticas, ni siquiera artísticas. Al calificarlas de manera peyorativa como pornomiseria, por no tener pretensiones en el campo de las artes. Hablar de la “bella composición” en una fotografía que muestra las consecuencias de una masacre es necio, como el pensamiento eufemístico de “encontrar belleza en la atrocidad”. En conclusión, este grupo de obras se presenta como un documento visual concreto de la guerra. Por lo que verlo desde otros puntos de vista tan cerrados es un desperdicio total de posibles lecturas. Son fragmentos de una realidad que no queremos mirar, y que es puesta frente a nosotros para gritarnos “esto no es una ficción, aunque lo parezca, ha sucedido y puede estar sucediendo”.
3. Obras activistas políticamente correctas: Las estrategias del arte relacional, el corte antropológico, el trabajo con las comunidades afectadas, la documentación de las experiencias y participación activa de varias personas, hacen parte de este grupo de obras presentadas en “Destierro y Reparación”. Las he llamado “políticamente correctas” debido a que de esta manera fueron llamados los movimientos de izquierda moderados en los EEUU de los 60`s, haciendo referencia de forma irónica a la neutralización que sufrieron por parte del establecimiento que los absorbía. Estas obras ilustran o representan desde el arte los procesos políticos de reparación, pero sin hacer una reflexión más a fondo de los problemas planteados, mostrando a los artistas como promotores de las recuperaciones culturales. ¿Cuestionable?
4. Obras problematizadoras: Este último grupo de obras muestran la capacidad del arte para camuflarse dentro de los discursos hegemónicos y sus sistemas de difusión, para subvertirlos por medio de gestos simples. Entendiendo subversión como la otra-versión-no-oficial. “Estrategias que perturban una cultura dominante que depende de estereotipos estrictos, líneas de autoridades estables, y reanimaciones humanistas y resurrecciones museológicas de muchas clases” citando a Hal Foster en “El artista como etnógrafo”. Las obra “De la serie durmientes” de Jaime Tarazona, muestra tres simples fotografías de campesinos leyendo cartillas gubernamentales del monocultivo de la palma africana (causa de grandes desplazamientos es zonas como Urabá y Chocó). Además, está el video “Bocas de ceniza” de Juan Manuel Echavarría, donde muestra de una manera simple a campesinos entonando canciones que hacen referencia a la masacre de Bojayá; y las fotografías de Rosemberg Sandoval en las que se muestra cómo una mano aprieta y destruye una pequeña casa construida con arroz. Obras que formalmente no pasan de simples registros, son ejemplos de que la poética no consiste en la ornamentación retorica sino en la reestructuración inteligente del mensaje dicho, en la forma de contarlo. Evidenciando de manera indirecta algunas causas del desplazamiento y cuestionando instituciones de poder, como el estado. La carga social y política de estas obras las saca del pequeño campo del arte para convertirlas en productos culturales que pueden ser apreciados por diferentes tipos de personas, siempre encontrando diferentes significados y lecturas, gracias a su carácter polisémico.
Después de recorrer por completo la muestra, ingrese a la biblioteca de la Casa del Encuentro, donde pude encontrarme con unos textos que hacían referencia al tema “arte y política”; entre los cuales presté particular atención a una obra llamada “El juego de lo inmencionado” realizada por Joseph Kosuth en 1990, y que consistía en la exhibición de piezas artísticas que a lo largo de la historia habían sido vetadas por motivos políticos, religiosos o morales. El texto que describía la obra hablaba de “cómo el arte obtiene significado y cómo ha sido manipulado este sentido históricamente con fines políticos,” una muy buena conclusión obtenida al finalizar el recorrido.
Los alcances socio-políticos reales de “Destierro y Reparación” son pocos, y pueden encontrarse (desde mi punto de vista) en las fisuras causadas, por algunas de las obras expuestas, en el discurso principal de la Reparación, en los puntos críticos en los cuales uno podía reconocerse como un actor dentro de la problemática social, en la otra versión donde los poderes oficiales son causantes del destierro. Aparte, la labor curatorial planteó la muestra para dirigirse a un amplio público no especializado, poniendo énfasis en la lucha contra el olvido, como uno de los factores que hacen posible que estos tipos de atrocidades ocurran. Desde estudiantes de secundaria, grupos familiares, desocupados buscando arte, es decir, todo tipo de público pudo recorrer la muestra y observar de cerca las problemáticas sociales, que muchas veces no pueden ver en los medios de comunicación porque están pasando la novela o el partido de futbol. Si esta muestra tocó la conciencia de alguien que la recorrió sin pretensiones, creo que en parte cumplió con su cometido.
03 febrero, 2009
Santos Desvestidos
Efrén Giraldo
Hace poco, se vio en el Museo de Antioquia una exposición del videoartista José Alejandro Restrepo, una muestra que recogía sus preocupaciones sobre mito, tecnología e imagen, harto conocidas en el arte colombiano de los últimos años. Además de ese inconfundible guiño etnográfico que dirigen al espectador muchas actividades del arte reciente, llamaba la atención el modo como se conectaban problemas estrictamente contemporáneos con símbolos atávicos del discurrir humano sobre la tierra. Religión y espectáculo aparecían, así, en inusitado diálogo. Luego de transitar la muestra, la conclusión parecía fácil: los problemas de la mirada son los mismos de siempre, sin importar que pasemos del manto de la Verónica a una imagen de televisión donde viudas y madres muestran fotografías de desaparecidos y secuestrados. No obstante el trasfondo político y sociológico que subyace a tales obras, quisiera referirme a un asunto aparentemente minúsculo del montaje. Algo que me hizo entender más que la retórica a veces pretensiosa y aleccionadora de los artistas contemporáneos, quienes parecen creer que su deber es mostrarse moralmente mejores que nosotros.
Se trata de eso que llaman una “decisión de curador”, de un recurso de presentación de las obras en relación con el espacio y con otros objetos, no necesariamente artísticos, que, se espera, contribuyan a producir un mejor efecto sobre el espectador. Como se sabe, la curaduría artística es, con todo derecho, un discurso, y pocos hay que se atrevan a contradecir que la forma de presentar una obra adquiere una especial potencia declarativa o que, en los mejores casos, una decisión técnica o espacial ayuda a completar el discurso del artista con textos, transformaciones espaciales o una iluminación especial. Se recordará el episodio de uno de los Salones de Artistas Colombianos donde una obra artesanal, de esas que se cuelan en los certámenes artísticos de representación por la simple obligación de cumplir una cuota regional en lugar de estar allí por sus méritos estéticos, logró inusitado éxito cuando los curadores eligieron ponerla de cierta manera en el espacio expositivo. Lo que era una simple muestra de pericia del tallador de una danta amazónica terminó convertido en una declaración conceptual, ecologista o vaya a saberse qué más, cuando se decidió poner en un rincón (y de espaldas) la figurita de bulto, convertida así en un gesto delicadamente irónico. Por supuesto, ésta es, si se quiere, la faceta un tanto odiosa del asunto. Artistas que hacen cosas y que, de repente, por el gesto expositivo, adquieren una potencia desacralizadora o interrogadora más propia de activistas políticos o trabajadores sociales, esas únicas formas de la profesión de misionero que conservan algo de chic intelectual. Todos sabemos de artistas que se vuelven conceptuales sin que ellos participen de la decisión o de escritores que se erigen en conciencias de su época sin que ellos asistan al bautizo. El caso de fotógrafos que venden lágrimas, y que de repente se convierten en predicadores e ideólogos, también vale como ejemplo.
Mi humilde experiencia como espectador sorprendido en epifanía por una sabia decisión de montaje ocurrió el día en que, luego de ver la exposición de Restrepo (Teofanías, de mediados de 2008), evoqué, en la mitad de Carabobo, un detalle singular. Había ocurrido en una sala donde vi alguna proyección en la pared de no recuerdo qué obra de Restrepo. Creo que era aquélla, ya célebre, donde aparece una imagen de la Verónica sosteniendo un manto donde se ve, no el rostro de Cristo, sino el de un soldado o policía colombiano secuestrado. O, tal vez, era la de Santa Lucía, con sus ojos en dos minúsculas pantallas. Allí, las luces del proyector, antes de dar en la pared, pasaban por un santo de yeso, de los que son comunes en cualquier templo católico. Al interponerse, la figura creaba una especie de aparición, de ésas que tanto se complacen en mostrar los noticieros, y según las cuales tal perfil de la virgen se ve en una pared lamosa, aparece en los residuos del café o llora hasta en los azarosos diseños de secreciones y accidentes.
El detalle, aparentemente insignificante, es que el santo (un Jesús, un San José, un apóstol, lo mismo da) no llevaba manto y sólo se veía el escuálido armazón de palo, sin recubrimiento de yeso, como un insecto frente al muro. Lo que era esmerado efecto de decorado en cabeza, manos y pies, quedaba en esquema, en esbozo, en esqueleto de utilería. La privación del manto le confería un aire entre cómico y ritual, como si risa y ridículo hubieran entrado a hacer parte de esa nueva forma de la adoración que nos piden las imágenes. Había algo de travestismo en el aire torpe de los miembros privados de las andas. Una de las mejores caricaturas de Ricardo Rendón muestra una procesión de pueblo en la que los que cargan el santo no logran sostener el armatoste y éstos se zarandean peligrosamente.
Por supuesto, se advertía en el curador, en el montajista (o incluso en el artista, quién lo sabrá) el interés por convertir al santo en una verdadera aparición, cuya proyección fantasmagórica acentuaba la condición mágico-mítica desarrollada como tesis en la exposición del videoartista. Lo interesante, para efectos de comprensión del breve pensamiento que intenta dar esta nota, la imagen del santo escuálido y maltrecho en su vientre estéril, en sus piernas famélicas, se convirtió en una especie de motivación para indagar si, debajo de tales mantos, todos los santos eran de mentiras y si su imponencia no era más que un producto del vulgar artificio de los vuelos y las telas, dispuestas como arquitectura superficial sobre el endeble esqueleto de viguillas, coyunturas de corcho y clavos de plomo. La corroboración vino, no de una inconveniente asomada a las faldas de vírgenes y apóstoles, profetas o patronos de las iglesias que no frecuento, sino de una visita a algunas tiendas de antigüedades, donde el gusto camp en decoración de interiores ha hecho habitual la restauración de estos adefesios desfigurados, malas copias de la aún más dudosa tradición de escultura católica del Barroco español.
Sabemos, con Susan Sontag, que del kitsch al glamur hay una ruta más corta de lo que uno cree. Así que, luego de escudriñar entre amorcillos y Corazones de Jesús, litografías y carátulas de viejísimas revistas enmarcadas, vi a varios de estos barbudos personajes señoreando chécheres y felpas, tapicerías, trastos y restos de mampostería. Como decía el filósofo, el arte para nosotros no es lo que era para los hombres y mujeres del pasado, y ya no vamos a adorar las imágenes a los templos. Vamos a museos y galerías a contemplarlas como objetos bellos. Yo añado, en gesto de albañil humilde, otra grada: vamos a reírnos de ellas a los resumideros. O a las tiendas, donde la decadencia y el anacronismo derivan algo de lustre de su agonía interminable.
Dos detalles debo añadir al relato de mi excursión a las tiendas de antigüedades. Uno, el humor de los restauradores, que a veces ponen los brazos de los santos en posiciones obscenas o políticamente incorrectas. Lo otro, el ascendente surrealista que sobre nosotros tienen las imágenes religiosas impúdicamente expuestas, es decir, sin sus afeites y ornamentos de grandeza. Vendrá a la mente del lector, de seguro, alguna imagen hurtada a la inventiva de Giorgio de Chirico, a sus autómatas y maniquíes, portadores de erotismo, soledad y extrañeza. Igualmente, se pensará en el hecho de que fueron precisamente los surrealistas quienes abrieron el gusto moderno por las cosas cursis y viejas, por la tienda de antigüedades y desechos semicultos como metáfora de la imaginación y el inconsciente. De seguro, en su mezcla surrealista personal, cada uno tiene su paraguas, su máquina de coser y su mesa de disección. Yo diré que, en mi caso, el surrealismo que signó esa fase de mi búsqueda de santos empelotos estuvo presidido por una sucia vitrina de la calle Perú con la Avenida Oriental, las litografías contrahechas del ilustrador José Posada para las publicidades de Pielroja de los años treinta (“Recargue sus reservas de energía, fume un cigarro”), los ya mencionados santos sin braguetas y una progenie que, de seguro, daría lugar a sucesivas especulaciones. Niños Jesús sin dedos señalando a ninguna parte o con el rostro desconchado por las lágrimas y los pellizcos de infantes y solteronas, patenas deslustradas, estolas y sotanas con bordados inverosímiles. Por supuesto, las cimas del arte se tocan con lo más abyecto, recordará el lector de Vasari, quien en el siglo XVI contó cómo uno de los pintores más virtuosos de su época se entrenaba haciendo figuras mediante el difícil arte de escupir contra los muros.
Toda esta parafernalia de estatuas equívocas, ritos desacralizados e ironías de artistas y curadores tiene, para mala fortuna del espectador desprevenido, una faceta seria y casi que trágica. El santo desvestido revela la condición del catolicismo contemporáneo, su inopia, su desvergüenza exhibida al cabo de los años. Queda el gesto, pero ya no expresa nada. Hay aún la mirada solemne, la mano en alto, en trance de aleccionar y convocar al culto, pero debajo se halla apenas una forma risible, estéril. Se trata de una armazón de mala utilería que ha perdido los ropajes y las galas y queda como recuerdo y exposición de huesos falsos. Por supuesto, tal seriedad debe abrirse paso con dificultad, toda vez que la simple visión y el infame chiste quedarán para toda la eternidad.
Restrepo ha mostrado en sus obras cómo las imágenes de tortura que exhiben los medios de comunicación en nuestros países, con su indecible truculencia y vulgaridad, hunden sus raíces en la más genuina imaginería católica. El arte, una vez más, sirve para revelar, de un solo golpe, aquello que las antropologías y las sociologías se demoran en entender y que las teorías de la comunicación social y el periodismo nunca sabrán. El santo desvestido puede hacer otro tanto. Y no importa que sea petición de artista soberano, decisión de curador con aspiración intelectual, planteamiento de montajista gracioso o hallazgo de utilero que no supo dónde poner este testimonio risible del ocaso y la corrupción de lo sagrado. Limitémonos a la risa, pues pensar mucho en el asunto implicaría caer en la creencia de que, como dijo Alfonso Reyes, tenemos la desventaja de la superioridad intelectual, ese equívoco don negado a quienes meten mano bajo las faldas.