Recordar la recepción de la obra de Jorge Luis Borges en el arte contemporáneo ilustra bien los efectos que produce en el espectador la exposición Una enciclopedia para toda la familia curada por Jaime Cerón, recientemente presentada en la Casa del Encuentro, espacio del Museo de Antioquia que reserva para sí, en gran medida, el patronato sobre la relación del público de la ciudad con el arte contemporáneo.
La mención de Borges se justifica porque uno de sus pasajes más citados se invoca como punto de partida para el desarrollo de la tesis que da cuerpo a la muestra y a las diferentes actividades de extensión que la complementan. Empecemos por decir que el texto, dado a conocer por Foucault en Europa con el libro Las palabras y las cosas, ha sido recurrido como una especie de consigna contra el racionalismo y las categorías estables de intelección del mundo. El fragmento en cuestión se refiere a una supuesta enciclopedia donde hay una taxonomía absurda, que, al ser comparada con otros intentos de clasificar el mundo, revela que todo ordenamiento es arbitrario y que confiar en ello a ciegas puede derivar en el absurdo, el totalitarismo o la locura.
Y es precisamente en el ámbito de lo que conocemos por “arte posmoderno”, un conjunto de actividades artísticas de la década del ochenta que intentó responder a las rupturas irreversibles de la modernidad artística y a las liquidaciones de las más agresivas formas del arte procesual, donde las fábulas de Borges se recibieron con alborozo.
Las antologías de textos fundadores de la pregunta por el rebasamiento de la modernidad reseñaban los cuentos “Pierre Menard, autor del Quijote” y “El acercamiento a Almotásim” como hitos del cuestionamiento al orden racional y a la noción de autor. Las trampas del lenguaje señaladas por la imaginación del escritor argentino eran casi que trasladadas a acciones o procesos artísticos donde se relativizaba el mapa de las ciencias y su sujeto ordenador. Es inevitable pensar en las sugestiones borgesianas cuando se evocan el “De Kooning borrado” de Robert Rauschenberg de 1953 o la exposición “El vacío” de Yves Klein de 1960. “La base del mundo” de Piero Manzoni, consistente en un pedestal invertido sobre un campo cualquiera, es ahora ilegible sin la comprensión de este clima de trastocamiento lógico encarnado por el autor de la “Biblioteca de Babel”. Recordemos que, al inicio de las Crónicas de Bustos Domecq, libro de cuentos que Borges escribió con Adolfo Bioy Casares, aparecen también reseñas apócrifas de vanguardias imposibles, que palidecen ante las estrategias del arte de sesgo conceptualista. Mel Bochner, artista de los años setenta, había hecho una obra en la que hacía literal la idea de Borges de un laberinto compuesto de una sola línea. El cierre de la galería para una exposición por Robert Barry, las exposiciones de arte conceptual que sólo consistían en el catálogo impreso, la invención de críticos y galeristas ficticios, los telegramas de On Kawara anunciando que estaba vivo, las obras de arte entendidas sólo como instrucciones afirmaban la autoridad de la nominación. La elaboración de ficciones quedaba como vía para una práctica ahogada en su propia radicalidad.
La reelaboración de esta crisis en el pensamiento apropiacionista y simulacionista (prácticas del arte norteamericano de la década del ochenta donde, por ejemplo, se fotografiaron fotografías) permitió operaciones que tenían su ruta segura en la fabulación y en la crítica a las instituciones culturales. Al pensar en las actividades de un artista como Bertrand Lavier, quien aplicaba pintura al óleo sobre automóviles, cámaras fotográficas y electrodomésticos viejos, a la vez reproduciendo y ocultando fielmente cada uno de los accidentes en la superficie de las cosas, se nota hasta qué punto el proceder artístico se limitó al uso oblicuo de procedimientos, técnicas y lenguajes artísticos y perdió lo que da vigencia a las ficciones de Borges: la imaginación. Por su puesto, quedaba la posibilidad de que cualquier gesto pudiera ubicarse como crítica cultural, mediante la simple estrategia de la alegorización de los procedimientos.
Y es que, si bien el arte de la posmodernidad radical permitió pasar de las técnicas artísticas al uso híbrido de todas ellas, de la autoría personal fuertemente mitificada a la destrucción de las categorías de propiedad sobre la obra de arte, del espacio a la cultura y del cuerpo a la red de relaciones discursivas (Hal Foster), por momentos esta operación se convirtió en una rutina apenas justificada por un discurso indiferente a las elaboraciones formales mismas. Las obras quedaban, así, en la triste categoría de comentarios a las teorías de Baudrillard, Barthes, Kristeva y Derrida, cuyos textos ensayísticos tenían más de invenciones que de explicaciones socialmente esclarecedoras o de ideas seminales para el arte. Se cumplía tal vez, con ello, la ironía profetizada por Tom Wolfe en el año 1975, cuando expresó que, quizás, en un futuro no muy lejano, las obras de arte serían puros comentarios visuales a intrincadas y pedantes teorías del arte.
Y es tal confrontación, claramente resumida en la apropiación de los hallazgos de Borges por parte del pensamiento posmoderno, la que ayuda a definir la exposición ocurrida en la Casa del Encuentro. La primera tentación de lectura es lo que llamaríamos una seducción indicativa, es decir, ver en las obras una confirmación de que toda clasificación es arbitraria y que, por tanto, el sujeto que la emprende está descentrado. Pero esta vía es insatisfactoria. No siempre las actividades curatoriales pueden leerse como una proposición confirmada por las obras, por lo que encontramos, a veces, contradicciones insolubles.
Así, la obra de Carlos Mario Giraldo Todo tiempo pasado fue mejor, unas pinturas hiperrealistas de pequeño formato que tienen por tema acontecimientos visuales difundidos por los medios masivos de comunicación y que, aparte de esta superficial confrontación de medios “tradicionales” con medios “contemporáneos”, parece encontrar en los formatos de las pinturas y en su disposición decorativa sobre la pared su única relación con la idea de la muestra. Por supuesto, creer que los supuestos racionalistas de nuestra cultura se desmantelan con la disposición de estos cromos en la pared no es más que un engaño, encubierto por la medianía de la ejecución. Algo similar ocurre con la obra de Daniel Salamanca, 6 grados/Six degrees, una selección de fotografías juveniles presentadas en pequeños álbumes, junto a un diagrama social destinado a demostrar de manera seudocientífica la asombrosa teoría de que todas las personas que uno conoce llegan a conocerse entre sí. Una obra que, más allá de la fácil coartada intelectual del dispositivo relacional aplicado al mundo de las páginas sociales, parece una evocación pálida de las bondades de Facebook. Como en la obra de Giraldo, la tesis curatorial es excusa para colar lánguidos pictorialismos, amparados en la idea de que hay “figuración postconceptual” (boutade pronunciada por el crítico Eduardo Serrano en una reciente exposición en Medellín), cuando no frivolidades impresentables.
La oposición entre recuperación de imágenes producidas con procedimientos tradicionales y desestabilización del sujeto de representación aparece mejor en los lienzos de Alex Rodríguez, que reproducen en escala y superficie las revistas Artforum, estableciendo una curiosa “tercermundización” de la información culta sobre el arte, cuyo chic y progresismo quedan en entredicho. Cabría preguntarse por qué, si la ubicación cultural del procedimiento es dominante, la carátula reproducida no es la de Art Nexus, más cercana, más rica en paradojas y temas humorísticos.
Más allá de obras que resultan inexplicables por su insignificancia plástica y su irrelevancia conceptual (la animación Flores de Miguel Jara y la tímida etnografía objetualizada con desechos estéticos “pobres” de Pablo Adarme) algunas obras merecen un comentario detallado, pues, además de explorar el planteamiento curatorial de manera inteligente, revisan los problemas formales del arte, que nunca han estado ausentes, aun en prácticas artísticas como las que parten del arte posmoderno.
Recordemos que las fotografías de fotografías de Richard Prince o Sherrie Levine cuestionan nuestra comprensión de la imagen contemporánea. Las alusiones de Cindy Sherman al fotograma problematizan el lenguaje cinematográfico y la manera en que lo usamos ideológicamente. Las pinturas de Gerhard Richter penetran la condición de lo pictórico y la entrecruzan con otros procedimientos generadores de imágenes sin renunciar del todo a la especificidad del medio. Las piezas de Doris Salcedo, atrozmente inhabilitados por métodos escultóricos, revisan críticamente la tradición objetual. Todas estas prácticas emplean la lectura alegórica de los lenguajes para intersecarlos con cuestionamientos de la autoridad representativa y modeladora del arte.
Bibliografía, la obra de Rodrigo Echeverri, cuestiona desde el punto de vista social, visual, político y estético el concepto de construcción, presentando una obra que, sin renunciar a la fortuna que deparan dibujo e instalación, confronta la utopía multiplicada en elaboraciones conceptuales, arquitectónicas y artísticas reveladas en toda su falibilidad y precariedad. Una obra que crea alusiones multilaterales difícilmente se agota en su justificación discursiva, en la adecuación de procedimientos formales y expansiones culturales. Es parte de su mérito imponerse con simpleza a la enciclopedia cultural del espectador, ésta sí definitivamente asentada en certezas a las que difícilmente se puede renunciar. Fragmentos del tiempo de Miler Lagos, más allá de que haya convertido en comodín un procedimiento afortunado, aparecido una y otra vez en exposiciones afiliadas con los más disímiles planteamientos, aporta un objeto conmovedor a la exposición. Al igual que la obra de Echeverri, los apilamientos de hojas impresas modeladas como troncos de árbol obligan al espectador a múltiples interpretaciones, que van desde la lectura política de la usurpación occidental de los recursos hasta el análisis del tiempo como un fenómeno donde la cultura se traslapa con la naturaleza en un laberinto de múltiples remisiones. La inclusión de esta obra, con ligerísimas variaciones técnicas, en la reciente exposición Historia natural y política de la Sala de Exposiciones de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, demuestra, además de la actualidad política del planteamiento de Lagos, el peligro que le cabe a un gesto afortunado, que parece ocasional, si pensamos en la absurda manzana de papel hecha por el mismo artista para esta exposición. Finalmente, Sin nombre de Luis Hernández Mellizo revisa las tradiciones del conceptualismo de los años setenta, para el que la usurpación de soportes textuales y la crítica a los medios de información y comunicación suponen tránsito obligado. Las posibilidades que abre la ocupación de la textualidad masiva y la exposición de su lógica, sesgada por los intereses de poder, basta por todo procedimiento. Las pretensiones de hacer un libro de artista acaban más bien por entorpecer la eficacia del procedimiento. De hecho, confrontar el concepto de edición como una manera de reprogramar la cultura (Bourriaud) implica la profundización en los hábitos que acompañan nuestras formas de escribir y leer la información, no solamente la constatación del asombro que produce cierto procedimiento tipográfico o tal o cual manera de disponer imágenes y palabras en el papel.
Hasta aquí lo que podría ser una primera lectura en busca de la coherencia entre planteamiento y algunas obras. La segunda, diferente a la igualación de la tesis curatorial con lo que presentan los artistas, es la libre relación de planteamientos y una apertura ilimitada. Por supuesto, esta enormidad, de la que ya previnieron los cuentos y los ensayos de Borges, no parece ser garantía. La ya citada cita, traída a cuento por el curador, parece un abrigo que no alcanza a cubrir a todos los artistas, aunque a algunos les vaya bien la idea de que las representaciones del arte son intentos por negociar con lo increíble y que cualquier explicación está de más, como las categorías en las que no cabe el mundo inabarcable.